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La libertad es fiebre: pensar desde los muros mentales del aula

La Libertad Es Fiebre: Pensar Desde Los Muros Mentales Del Aula

Fernanda Gabriela Puliafito – ferpuliafito@hotmail.com

Profesora de Nivel Primaria

Estudiante de la Licenciatura en Educación de la UVQ (la pandemia fagocito sus últimos dos finales pendientes)
Mayo 2020

La libertad es fiebre [1]

El presente artículo pretende ser una semblanza de los devenires que atraviesa hoy la vida escolar de escuelas primarias ante la premura de la educación a distancia. Lejos de manejarse con certezas o pociones, solo se pretende compartir los miedos e incertidumbres que atraviesan a Maestras y Maestros del llano. Con la ilusión de que algún docente se sienta identificado con las dificultades de pensar la escuela desde los muros mentales del aula, pero sentados en el living de nuestras casas.

Pandemia-Educación-Virtualidad-Rituales-Mutar

Test para el colono virtual:

Hacer clic, solo si 

1.No mutar.

2.Mutar cuando sólo es nuevo lo que hemos olvidado.

3.Mutar si Dios es digital.

4.Mutar si se piensa que el nuevo Dios nos va a salir mejor.

5.[…] porque vale la pena la leyenda del futuro.[2]


Hace años docentes de todos los niveles repetimos la remanida frase que la escuela debía cambiar, que un cambio radical era necesario. Algunos, poblamos los profesorados con esta idea fija en la cabeza.  Algunos, más acalorados, incluso, hablaron de derribarla bajo el slogan de construirla de nuevo. Lo poco que se ha avanzado en pos de ese ideal no fue subrepticio, sino paulatino, tímido, híbrido. El mentando cambio que anhelamos no existió, o al menos no ha sacudido la gramática escolar. Lo instituyente se quedó a mitad de camino. Desde el inicio de la escuela moderna, que no es otra que la clásica, no hemos asistido a ninguna revolución, salvo su creación misma.

Fantasmagórica es la idea de que ahora sí, la escuela va a cambiar. La escuela, la imagen mental que se nos dibuja cada vez que alguien pronuncia la palabra escuela se desvanece, se nos escurre. Un virus que llego para obligarnos a mutar, así como él también muta. A su misma velocidad.

Ciento ochenta días al año, los docentes nos repetimos que el aprendizaje es colectivo. Que nadie, en ninguna civilización, conocida o imaginable, ha aprendido de manera solitaria. Ahí está el colosal desafío, eso es lo que nos sacude por dentro, nos llena de incertidumbre que es la forma más acabada, y frecuente, de sentir angustia. El desafío será encontrar el modo de  lograr una colectivización real mediada por lo virtual.
La pregunta que nos acosa, cada mañana antes de dar un click en el ícono de Classroom y entrar aula – entrar al aula…-, es por qué nos genera tanta resistencia la educación a distancia. Si es, acaso, una resistencia al cambio embrionada en el costado reaccionario que todos llevamos dentro y especialmente los docentes, o si, realmente queremos defender con los dientes la magia de la escuela.  Esa potencia vital, su capacidad transformadora, su nimbo de igualdad. Aunque, eso también, sea sólo una ilusión. Una partecita, la más resistente, del mito fundante escolar.

Los momentos de crisis suelen servir para develar al menos algunas verdades. En este sentido, sería absurdo ponerse a pregonar ahora que el manual y el pizarrón seguían siendo tecnologías efectivas para enseñar a poblaciones escolares masivas. Pero, la otra cara de la moneda es tan falaz como la anterior. Las TIC tampoco son el faro que iluminará el futuro.

Sin embargo, tal vez, la cuestión de la educación a distancia venga para saldar la grieta entre los que aseveran como pitonisas que sólo los niños que se apropien de conocimientos, contenidos, definiciones, y memoricen geografías completas   podrán desprenderse de biografías en la pobreza; mientras que las escuelas para las élites   enseñan habilidades como la programación. Es muy probable que el futuro no incline la balanza hacia el lado de aquellos que estén repletos de definiciones. Pero, desconfiemos, también, antes de pensar que los que hoy se apropian más eficazmente de las clases a distancia son los tecno-adaptados; la única diferencia que sigue existiendo entre los niños es la de acceso a los recursos. Aunque todos llevemos guardapolvo blanco, parece ser, que como para los inuit, no todos los blancos son iguales.

La tarea más arriesgada que enfrentaba la escuela, y no el sistema educativo, sino cada escuela con su comunidad, no reside solamente en la redefinición de los contenidos y la creatividad en las didácticas a aplicar. Reside, con un peso insoslayable en redibujar su prestigio frente a la sociedad. Prestigio que necesitamos repensar, redefinir, actualizar. Volver a tender vínculos que se han vuelto frágiles. Y allí, nuevamente el abismo. La comunicación ya se había complejizado en el cara a cara, cómo lidiar ahora con un grupo de Whatsapp.

No podemos pensar la escuela más allá de un tiempo y un espacio que se cruzan, una coordenada que reúne a una población apretada, una muchedumbre dispuesta a contagiarse de eso que trae el otro, intoxicarse con los pensamientos ajenos. Contagio en latín quería decir contacto, contacto en el buen o en el mal sentido, según el contexto que le demos. Qué hay más apropiado para definir un aula. La escuela es una forma de ser con otros, en la promiscuidad.

En el aula crecemos individualmente, como si estuviéramos solos, pero inmersos en un colectivo humano; contorneados por el contacto con el otro. La escuela es el lugar donde el saber es compartido, no tiene productores individuales, ni dueños. Esa es la peligrosidad pujante de la escuela para quienes busquen adueñarse de las ideas y proponer certezas monolíticas.

Imaginar una vuelta a clases donde el tomen distancia sea el rector fundamental, agota de solo imaginarlo. Cómo podremos enseñar los docentes a luchar, a protegernos de un enemigo invisible, cuando siempre hemos tratado de llevar a los alumnos más allá de las lecturas superficiales de la realidad; a descubrir dónde residen los poderes que la dibujan. Sentir que debo mantenerme alejado de compañeros de banco porque pueden perjudicarme, enfermarme, ponerme en riesgo, hecha por tierra todo lo que a la escuela le ha llevado décadas construir. Cómo reconciliaremos estas incongruencias en el discurso sin quedar entrampados en una paradoja.

El ideal Lasalleano está de regreso -o nunca nos había abandonado por completo. Se esconde detrás de nuestras mejores intenciones sanitarias.  Ya no será necesario controlar que los cuerpos no se reúnan y alboroten. El castigo físico no se servirá de la vara, se encarnará en la separación de los cuerpos que por su propia preservación deberán mantenerse alejados. Hoy, la celda se presenta en el mosaico que ofrece zoom creando la ilusión de llegar a todos a la vez.  Pero atención, este panóptico digital, por suerte, es una falacia.

Sociedades sin escuelas pueden existir, mal que duela a los docentes. Pero no pueden subsistir las sociedades sin educación, sin transmisión. Sin reproducción del sistema de valores y del acervo cultural. Sin embargo, sin escuelas perdemos y mucho. Videos, teleconferencias, grupos de WhatsApp no logran, al menos hoy, sustituir la presencia humana. La mirada del otro es la que nos significa como sujetos y, lo más importante, nos resignifica. La escuela permite al sujeto dicente salir de la caverna. Ser otro, por un rato al menos, diferente al que le ha tocado ser en su hogar. No es necesario pensar en situaciones de extrema violencia doméstica para que ese rato de libertad, ese alejamiento momentáneo de los vínculos familiares que permite regresar a ellos cuatro u ocho horas más tarde sea deseable.

La escuela, entonces, se nos presenta como algo más amplio que la transmisión de saberes y contenidos. Aunque, a la hora del encuentro virtual pareciera que lo único que prima es la corrección de tareas. Es que la virtualidad licua el rol docente, lo deja sin semillas, lánguido.  La tarea consiste en encontrar, colegiadamente, el ariete que nos permita traspasar la pantalla de netbooks y celulares para acercar a los alumnos la pasión por el saber. Tal vez, la llave sea eso mismo que queremos hacer llegar por delivery a los niños: la pasión. Aunque, ahora, en estos momentos preliminares, pareciera que los único que estamos logrando es disputarle al televisor horas de intervención frente a las infancias.

La escuela es ritual y ritualizante. Se aloja en el BU-E-NOS-DI-AS-SE-ÑO-RES-MA-ES-TROS, hasta en ese gesto domestico de planchar el guardapolvo el domingo por la noche. Nos preparamos para entrar a clases, nos vestimos de alumnos o de profesores, según qué lado del subibaja nos toque ocupar a cada hora del día. A esta altura, ya hemos descubierto que la virtualidad no marida con los ritos, no sirve para simbolizar cuando un niño y docente se encuentran en ambos extremos de la pantalla, indistinguibles de lo íntimo, del espacio privado que amenaza mostrarse en zoom.

La educación a distancia es un arma potente y fructífera en contextos de no obligatoriedad; donde puede fluir de manera asincrónica. Su desarrollo no surgió para sustituir las aulas de primaria, los espacios de juego, las salidas didácticas, las peleas, las reconciliaciones, los machetes, las negociaciones que habilitan jugar a los penales en los patios donde el juego de pelota libre sufre prohibiciones. En la virtualidad no aparecen estas pequeñas habilidades que tanto tienen que ver con el oficio del alumno. Nuevas triquiñuelas para la supervivencia del alumno a distancia comienzan a hacerse espacio en el teatro digital.

Tal vez, estemos atravesando la etapa de cambio más grande que nos toque vivir a la mayoría de las generaciones que compartimos este momento. Tener miedo a salir, hoy, se presenta como conducta racional. Nunca se nos hizo tan evidente que ni siquiera nuestros cuerpos nos pertenecen, nunca han sido más palpables las tenazas del biopoder.

“El cuerpo, fantasma que no aparece sino en el espejismo de los espejos y, todavía, de una manera fragmentaria”. (Foucault, 1966)
Hoy la fragmentación es digital. Docentes del globo enviando nuestras voces en formato podcast. Voces desnudas, arrancadas de nuestros cuerpos. Será la virtualidad una nueva utopía que sirve para esquivar nuestros cuerpos, sus dolores, sus ahogamientos, su finitud certera incubada por el calor de la pandemia. Siguiendo al autor diremos que todas las utopías de evasión de los cuerpos nacieron del propio cuerpo y luego se volvieron contra él.

Cuando la pandemia termine, tendremos que recordar que el abrazo sigue siendo anti hegemónico, que el contacto cara a cara es insustituible, que salir a la calle no es temerario. Salir, es salir a buscar a otros. Las libertades no enferman.
No sabemos cómo, no sabemos cuándo, pero el día en que volvamos a reunirnos en un patio con la bandera de por medio y nos miremos, algo bueno va a pasar.

  

Referencias:

Los redonditos de ricota. (1998). Último bondi a Finisterre [CD]. Buenos Aires.

Los redonditos de ricota. (1996). Blues de la Libertad. En Luzbelito [CD]. Buenos Aires.

La Salle, J. B. (s/f), Meditaciones sobre el misterio de la enseñanza

Foucault, M. (1966). El cuerpo utópico. Página 12. 2010.

[1] Solari, C. 1996

[2] Solari, C. 1988